El dolor es la liberación de una mente atada a la realidad. Sólo a través del dolor podemos encontrar el camino a la nada, al punto cero. A olvidar todo lo que nos ata. Y volver a empezar.

domingo, 14 de febrero de 2010

Soliloquio

En la negra inmensidad de un Universo mil veces transitado, la figura de un hombre de hojalata se pasea, vagamente iluminada por soles lejanos de galaxias por descubrir.
De no ser por la desesperación que le invade, admiraría el espectáculo: las supernovas, los meteoritos, las nebulosas y los mil planetas que le saludan en su periplo por las brumas del Infinito.
-¿Dónde me lleva el destino?- se pregunta-. ¿Llegarán mis ojos a ver el borde, el fin del Universo? Y si llegaran, ¿importaría? Al fin y al cabo, mi descubrimiento sería ciego a la historia. Mi mente, muerta, de nada serviría. Ni siquiera la visión del fin de todo me consolaría tras el fin de mi ser. Jamás existirá lo que estoy viendo. No más allá de las barreras de mi mente. Al fin y al cabo, estoy vagando en la nada. En aquello que está, pero nunca se desvelará.
Y entre reflexiones, su odisea continua. Su odisea sin fin, su odisea sin espectador, su odisea sin esperanza. ¿Cuánto tardará el hombre de hojalata en alcanzar la locura?¿Cuánto tardará su mente en desconectarse de una realidad que incluso ahora le resulta vacua?¿No será que le resulta así, vacía y sin sentido, porque ya ha descendido a la demencia?
Pero al final, da igual. Al final, su reflexión es inútil. Al final, no queda nada, sino polvo en la negrura. Muerte entre las estrellas. Basura en el espacio.

No voices in the sky

Entre una cámara de televisión y una patriótica bandera, se sienta tras su escritorio. Dirige al vacío palabras grandilocuentes, un gran discurso sobre héroes patrióticos que lo dan todo por su país. Que dan su vida, su voluntad y su dignidad por los ideales del lugar en el que viven.
Su pantomima, perfecta, llena de emoción a miles de borregos que ven la tele en sus casas, convencidos y orgullosos de su estúpida mediocridad, de no querer ser más de lo que ya son. De no aspirar a más de lo que les propongan sus superiores.
Y en un festival de lágrimas falsas; de alivios hipócritas a viudas y viudos que ya no son ni serán patriotas; de recuerdos a la muerte de un soldado que, de haber vivido, jamás habría sido un héroe... ahí es donde se cree que la nación está unida. La propia nación se autoconvence, y cree que por ello ningún enemigo podrá derrotarla jamás. Se creen invulnerables bajo el escudo del gobierno.
Pero la realidad es un yermo desierto. La realidad, fuera de máscaras y mentiras, es que nadie llora. Que a nadie le importa quien haya muerto. Les dan igual las bajas de su país o las del otro. Les dan igual las familias de quienes han muerto. Los huérfanos, las viudas, los padres que ya no tendrán hijos. Les da igual todo, salvo la apariencia.
La apariencia de que, al fin y al cabo, son humanos, y sienten algo. Esa apariencia, esa máscara de humanidad que no hace sino desvelar a unos robots, unas máquinas, unas herramientas de un falso patriotismo que se pasan de gobierno en gobierno como un testigo, como una panacea que solventará las revueltas.
Y pese a esa panacea, un joven, un anciano, una ama de casa o cualquier otro, siempre se alzará. Vanamente, pero se alzará.

Una vez más

Una vez más, se sentó junto al calor de la chimenea, en el suelo, desesperado por arrancarse una lágrima. Una única gota de agua salada que le librara de ese calvario que eran sus recuerdos. Una única gota que le ayudara a dejar escapar el dolor.
En su boca sonaban, quebrados, los versos de una canción, mientras sus manos cubrian sus ojos, sin siquiera saber por qué. Y el calor del fuego, que tan hogareño le resultaba otros días, hoy le abrasaba la espalda como una tanda de latigazos.
Y entre las brumas de su desesperación, que tan fervientemente embotaban sus pensamientos, una chispa de lucidez se asomó cuando vio la viga. La vio allí, en el techo, esperando.
No tuvo ni que pensarlo. No quería pensarlo. Sabía que si lo hacía, volvería a la normalidad y al dolor de su propia mente. Y así, sin vacilar, lo hizo.
No dejó nota. No dejó más que un gemido seco, cortado por la soga.
Y cuando lo encontraron colgando, nadie supo por qué. Sólo supieron que era un juguete roto. Uno entre millones.